La descubrí tratando de entrar por una ventana, con un pie casi adentro y el resto del cuerpo fuera, forzado e incomodo, como de contorsionista. Me fijé en ella porque llevaba una sonrisa apagada, como hastiada pero decidida, con unos ojos que brillaban con fuerza. La rara combinación me dejo perpleja. Me descubrí admirándola por un largo rato, producía la misma atracción que una flor silvestre, como si todos los que caminamos con trote continuo y ligero en la ida, siempre nos llamaran esos seres que por sus pasiones, andan en curva derrochando energía.
Hacía tiempo que escuchaba historias sobre ella, dicen que vivía enamorada de esos muros, esos que se veían si escalabas la colina del pueblo, un lugar que parecían las ruinas de un templo en efímera construcción. Era un lugar bello y atrayente durante el día, pero por la noche, sin apenas luz, parecía misterioso, egoísta de visitas y hasta atemorizante. Cuando era pequeña me recordaba al Park Güell, también había que cruzar un bosque para llegar, pero había quedado instalado justo ahí, en medio de nosotros.
Nadie nunca entendió la obsesión, o por lo menos nadie la escucho jamás hablar sobre eso. Si alguien insistía en preguntar, solo obtenía respuestas taciturnas; algo sobre un tesoro, el amor y la perpetuidad. Cosas de locas solían decir. Las locas son seres pacientes y entregados entonces, solía pensar.
Cuentan los vecinos que hacía cosas raras, que bailaba y cantaba dulcemente, como si supiera que algún espectador pegado al picaporte, estaría disfrutando. Dicen también que leía libros cruzada de piernas y sentada en las baldosas de la entrada, a veces en voz alta, a veces silenciosa.
Una mañana en un cafetería escuche unas chicas que cuchicheaban, hablaban de ella, decían que había quien un par de noches obscuras, la vieron entrar a su amada morada, que las puertas traseras finalmente se habían abierto, raro, porque a la mañana siguiente ella estaba afuera, como siempre. Solo un mito pensé, de verla estoy segura de que de entrar, nadie podría haberla sacado de ahí.
Durante una época la vida la llevó por veredas lejanas, como a todos los que en el pueblo no éramos viejos, pensábamos que de madurar se olvidaría del inusitado lugar, pero pude saber que siempre volvía, que cuando lo hacía, a menudo tropezaba a propósito por la misma vereda y tocaba la puerta, arrojaba una piedrita o simplemente se asomaba. Quién diría que esa fachada que lucía grande pero simple, poseía tantos cerrojos que apartaban a corta distancia a su más ferviente adorador. Siempre he pensado que los muros de concreto también esperan gustosos por ventanas que los adornen, aunque eso signifique derribar un pedazo de ellos. Tal vez tanto ella como yo, pensábamos mal.
Con los años, las temporadas sin visitar eran cada vez más pronunciadas, ella, seguía conociendo las grietas en el camino, los bloques y sus ranuras e incluso los colores que cambiaban cuando el sol salía o se ocultaba. Sabía si habían cambiado un adorno o si algún nuevo arbusto había crecido sin permiso. Podría, arriesgo, dibujar su lugar de memoria y errar solo por percepción personal.
Hace poco volví a verla, lucia contenta y serena, me la topé como siempre en su amado pedazo de tierra, pero estaba diferente. Como si el tiempo la hubiera convencido de exonerarse de ese amor que solo la dejaba dar sin recibir. Estaba radiante pero ya no me daba la ilusión de una flor silvestre, el lugar seguía igual de impetuoso, pero ella, ella me dio la impresión de que estaba despidiéndose, que no volvería a tocar esa puerta ni por casualidad. Me atrevo a pensar que finalmente encontró lo que estaba buscando, el tesoro o la magia que tanto había rebuscado, no estaba ahí.
PS: La vi partir, esta historia está escrita sin verla volver.
